La Identificación del Ser

Ser humano o individuo:

«In- dividuus», existencia del ser, concreta e indivisible en sí mismo. Separado de los demás, con un carácter único y particular en su existencia. Supuestamente, eso es lo que somos, uno y todos nosotros, los seres de una especie.

Aristóteles consideró al individuo como «la sustancia primera», a diferencia del género o especie, a las que llamó «sustancia segunda». Definió que, aun al haber sido gestado por la cooperación del género, sería primero e indivisible en sí mismo. Reconoció que el individuo cuenta con un patrón innato cuya meta es su pleno desarrollo, determinado por su destino y dinamizado por su carácter personal.

Los pensadores modernos entienden al individuo como un ser potencialmente racional, con la necesidad intra-social de ser educado, apoyado y contenido en sus primeros años de existencia para el desarrollo de sus facultades. El ser humano es, de hecho, el único ser dentro del reino animal que no sobrevive la vida post-uterina sin el soporte y cuidado de sus figuras parentales, en particular de la madre (Ìrètè ìntèlù).

El sujeto absorbe de su entorno todas las herramientas para su desarrollo, sean estas sustentables o no para un buen desarrollo futuro.

Este es el proceso que nos convoca.

¿Y por qué nos convoca?

Porque, para entender la forma en que opera la mente de los adultos, es necesario comprender cuál ha sido el proceso y los agentes externos que han intervenido en la culturización del individuo, y cómo influyeron para ser hoy quien es.

El individuo es un ser único e indivisible, sí, pero también permeable, influenciable y modelable, lo que provoca la variabilidad y diversidad de conciencias. Estas variables, que entendemos dentro de la naturalidad del ser individual, son efecto directo de la familia, la sociedad, la educación y la relación que el niño genera con los estímulos que le rodean desde temprana edad (Ogbè méjì).

El sujeto es la suma aleatoria e individual de los mecanismos de respuesta improvisados a lo largo de su existencia, especialmente en la edad temprana. Estos mecanismos han ido gestando en él una conducta de reacción y de comunicación con el entorno, todo determinado por la incorporación de conocimientos, así como por elementos de criterio, juicio o actitudes ante situaciones.

El hombre o la mujer están determinados por su destino (ìpín), el cual es modelado por su personalidad (ogbè ìyonu). La elaboración de un buen carácter puede mitigar las imperfecciones o tránsitos oscuros del destino (ogbè àlará). La elaboración de un buen carácter y la aceptación del destino han de forjar en el sujeto una adaptación productiva, nunca sumisa o servil, de un ser pleno en sí mismo, garantizando éxitos en el camino de la vida y en sus interrelaciones personales (Ìrètè Ọ̀kànràn).

El ser individual suele utilizar, como herramientas hasta cierto punto necesarias, la transferencia y la identificación como modelo o proceso de estructuración psicológica.

Estas son herramientas que todos, en algún momento de la vida, usamos como apoyo hasta la identificación profunda de nuestra propia esencia tanto emocional como espiritual (Òfùn méjì). El problema surge cuando esto se desborda en tiempo y espacio, y el adulto cae en la búsqueda permanente de modelos y en la elaboración inefectiva de un «carácter-respuesta», porque carece de la flexibilidad para adaptarse a los cambios constantes que impone la vida misma (Òbàrà Òsá).

Muchos se habrán de preguntar en este punto: ¿a dónde vamos con esto?

A que podamos entender la «cabeza» que hoy protagoniza la destrucción masiva de una fe milenaria.

En las civilizaciones antiguas, la transferencia y la identificación se establecían dentro de patrones arraigados a una herencia ancestral de comportamiento, relacionamiento y deber ser de las cosas. Los hombres y mujeres transferían su identidad o se identificaban con sujetos u objetos que eran de elevada referencia familiar y social. Las estructuras conformadas en base al legado de los ancestrales, de los antepasados de la tribu, de la aldea, de la comarca, contenían la formación de las nuevas conciencias. Y aunque muchos tilden esto de «determinismo», está muy lejos de serlo. En todo caso, respondían a un ideal identificatorio de clan, un sentimiento arraigado de pertenencia, protección y relacionamiento que le hacía parte de sí, para consigo y con los demás de su clan.

La transferencia en Occidente es una herramienta que ha dado mucho trabajo a los psicólogos, y la identificación nos ha legado las «tribus urbanas». Sin el menor demérito en estas expresiones, pero sí dignas de un análisis cualitativo para entender por qué sucede lo que sucede en nuestras filas.

La transferencia provoca el desplazamiento de las emociones sobre sujetos u objetos que, por un momento, son punto de enfoque, pasión, ilusión, ansia y devoción. Un tipo de transferencia sutil entre los adolescentes es tener el pantalón que al otro le queda bien, pensando que tal vez a mí me quede igual. Esta matriz de transferencia de emociones y afectos sobre personas u objetos nace en la relación con la madre (Òṣé l’ogbè). Si la persona tuvo una relación amable con su transferencia primaria, podríamos decir que habrá gestado un elemento favorable para interpretar la realidad de adulto. Si no fuera así, podríamos inferir lo contrario, pero ninguna de las dos variables es la única que determina el tipo de conducta en el adulto. Si la persona no elabora una buena personalidad, habrá de luchar toda la vida con un carácter hostil para consigo mismo, que le llevará a la mentira (Ogbè Òwónrín). Diríamos que el canto que hacemos a la cabeza no alcanza para que nos dé la luz del día. Cuando nos ahogamos en una mentira, subyugamos nuestro carácter a las pulsiones del cuerpo y de las emociones, y solo caeremos en el autoengaño una y otra vez (Òwónrín méjì).

Por su lado, la identificación. El niño se identifica con el grupo de socialización primaria o familia, con patrones culturales puertas adentro. Luego, se identifica con sus compañeros de grupo en el colegio o en las áreas de socialización a las que tenga acceso. Después cae en crisis, lo que llamamos «adolecer» (Ìwòrì méjì), donde la identificación entra en un proceso de profunda depresión y el rumbo de la brújula pierde el norte. Es un proceso donde comienza a tallar la espiritualidad, y los patrones innatos se hacen presentes, donde las formas familiares o, mejor dicho, de primera y segunda socialización, se fragmentan para el surgimiento dialéctico de una nueva identificación. Así sucede con la religión de Òrìṣà en América. La identificación no responde a los patrones preconcebidos de carácter ancestral, y la inserción en un grupo de pertenencia auténtico, formal y estructurado, desde el punto de vista de contención y proyección efectiva, no tiene arraigo en nuestros antecesores. Esto deviene en la falta de formalidad, en la carencia total de principios básicos y de normas éticas de relacionamiento, expresión, coparticipación y devolución al resto de la sociedad en su conjunto. De esa forma se explica por qué los individuos de las comunidades Òrìṣà / Ifá en América tienen tanta dificultad para organizarse en sistemas sustentables, ecológicos y amorosos. Por qué se busca la supremacía absurda e improductiva de los liderazgos, comprados a fuerza de dólar. Se entiende por qué a los líderes naturales se los combate a fuerza de difamación, injurias y calumnias. Y el porqué del disparate infame de las manifestaciones informales dentro de las filas de lo que llamamos «religión», y que es mucho más que eso, es una forma de vivir y evolucionar.

La carencia promueve que los sujetos pierdan totalmente la identificación de grupo y se desborden en sucesos de poca decencia, dejando así fluir la libido y la arrogancia por doquier. Esto es falta de identificación, porque no hay un grupo de pertenencia de carácter hereditario que los contenga.

La transferencia patológica y la identificación equívoca provocan que el «colonialismo» continúe apoderándose de nuestras filas. Que aquellos que siempre fueron «foráneos» sigan representando la necesidad de una identificación que nunca, «nunca», tendrán la posibilidad de brindar, porque son producto de otro contexto (Òfùn L’ogbè).

Cuando estas dos herramientas se acoplan con conciencias impulsivas, arrebatadas, poco preparadas y, por encima de todo, con pulsiones físicas que controlan las evolutivas psico-emocionales, nos da como resultado la bandada de pseudo- sacerdotes que inmolan a fuerza de sangre, con pro forma de lo impreciso, y con patente farandulera, que no está ni estará registrada en el ọrun (espacio sagrado de los antepasados), porque no fue esa la cabeza que escogieron al salir del cielo a la tierra. Todos los sacerdotes de IFA debemos ser obedientes al principio revelado para AFUWUAPE en Ejì ogbè, o para Orisanka en Òtùrá l’ori-re. Quien tuvo buena elección de cabeza, forme una buena personalidad para una vida buena, y quien eligió una mala cabeza, permítase ser cuidado por IFA para generar una buena personalidad, y así tener buena vida.

El destino es inmutable, como la individualidad, pero todo depende de la personalidad con la que enfrentamos y canalizamos nuestro destino para que sea sustentable y amoroso para con nosotros y con los demás (Òtùrá méjì). El concepto arraigado del destino como guía inmutable fue debate por varias décadas, conviniendo entre los grandes estudiosos de la tradición Yòrúba que el destino es una hoja de ruta que todos trazamos antes de encarnar nuevamente en el plano físico de la existencia. Y que esa hoja de ruta es mutable a través de la elaboración de una conciencia amorosa y de los sacrificios que involucran un gran cambio de actitud ante la vida. Para saber más sobre este debate, te sugerimos leer nuestro libro «Orisún wa», disponible en nuestra tienda.

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